viernes, 10 de enero de 2014

Peste borbónica

por Moncho Alpuente

10 ene 2014
 
 

Tambaleante y titubeante, el pilar más firme de la monarquía española enhebró malamente su previsible discurso ante la cúpula castrense durante la Pascua militar, ceremonial abstruso que no sabe muy bien qué celebra ni porqué, pero que dio una vez más oportunidad a los mandos para lucir sus mejores galas; lo que siempre es para ellos motivo de orgullo y alborozo .
A la hora de repartir culpas y responsabilidades sobre el fiasco,  el marrón le cayó esta vez al iluminador que no proyectó luz suficiente sobre el atril. Siguiendo la tradición gremial, el rey se quejó al ministro, el ministro al general al cargo, el general a su subordinado más directo y así hasta completar el escalafón para enmarronar a un cabo interino que pasaba por allí y pisó un cable. El rey necesita gafas, podía haber sido la moraleja del desastre, pero quizás no las lleva por aquello de la imagen que vale más que mil palabras como las balbuceadas por el decrépito monarca. Reyes, generales, magistrados y otras gentes de uniforme suelen ser muy mirados con las cosas del vestir que siempre han de estar en perfecto estado de revista, y cualquier crítica sobre su uniformidad les duele en el espíritu de cuerpo. El ridículo les aterra. El rey iba impecable, una de las obligaciones de su oficio es saber lucir con garbo sus diferentes uniformes en las comparecencias públicas. Las muletas y otras prótesis desmerecen gallardas aposturas y gestos marciales.
No hay photoshop ni moderno artilugio ni velo protector, para borrar las huellas de la decadencia. El rey parece haber somatizado todas las desgracias que acaecen en su entorno como si se hubiera contagiado del bajo estado de ánimo de la mayoría de la población que asiste, entre estupefacta e indignada, a esa ola de optimismo casi mesiánico que inunda a nuestros gobernantes en los últimos días. El rey dio la nota desafinada y destrozó el efecto visual que para él habían preparado en las páginas del Hola, casi el último reducto en el que los reyes parecen reyes, todas las princesas son bellas y hasta los divorcios se tiñen de rosa.
Los reyes siempre son extranjeros, vástagos de rancias, muy rancias familias adictas a la endogamia hasta formar una extravagante casta de apátridas donde confluyen dinastías multinacionales en ejercicio o en el exilio. Alemania y Gran Bretaña, Grecia, Holanda, Suecia, Noruega, España y hasta el Imperio Austro-Húngaro se entrelazan como hiedras invasivas que se nutren de la savia que extraen de los países en los que reinan y medran. ¿Por qué? ¿pura rutina? ¿superstición ancestral? ¿imposición inapelable?. Mejor no hacerse demasiadas preguntas en el país del “Vivan las cadenas” que aceptó, sin apenas rechistar, un rey legado por el excelentísimo dictador para atar y amordazar a los partidarios de la república y de la democracia. Las monarquías, por muy relativas que sean, niegan la democracia, las excepciones no confirman la regla, la rebaten, pero qué es una paradoja más en mundo tan paradójico y en un país de esperpento
La españolidad, esa entelequia para uso de patriotas y otros canallas, la demuestra todos los días Su Majestad. Su empatía con tradiciones tan nuestras como la corrupción generalizada es un claro exponente de su identificación con las tradiciones patrias. Tenemos el rey que nos merecemos, o al menos el que se merecen los últimos monárquicos y todos los que acatan la persistencia de una institución obsoleta y superflua, de una enfermedad que podría denominarse peste borbónica.

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